El miércoles 5 de noviembre, en la plataforma Desarrollo y Región y bajo la coordinación del Instituto de Desarrollo Regional (IDR), Bernardo Kosacoff y Magalí Junowicz protagonizaron un intercambio que esquivó lugares comunes para interpelar la pregunta fundacional: ¿el desarrollo argentino es una utopía o una posibilidad? La moderación de Juan Carlos Venesia ordenó una conversación que, lejos de la simple anatomía del estancamiento, propuso una gramática de acción: estabilidad macroeconómica con horizonte, estrategia productiva deliberada, coordinación público-privada efectiva y adopción intensiva de conocimiento e innovación.
Kosacoff, con la solvencia de quien ha estudiado medio siglo de desempeño comparado, ubicó el punto de partida sin eufemismos: cuatro décadas de retroceso, inversión por debajo del umbral dinámico (menos del 15% del PBI), gasto en I+D inferior al 0,5% concentrado en el sector público y degradación educativa que erosiona capacidades. El vector explicativo no es unívoco, pero su lectura es taxativa: el crecimiento no emerge del azar, sino de incentivos alineados para invertir, calificar recursos humanos, construir ventajas competitivas dinámicas y sostener procesos de innovación. Sobre esa base delineó su conocida —y útil— tipología de “tres Argentinas”: una franja moderna y exportadora (unas 500 firmas que concentran ventas externas e I+D, pero emplean apenas al 20% del trabajo formal); un entramado orientado al mercado interno, decisivo para el empleo y la diversificación futura, pero con productividad a un tercio de la frontera; y una economía excluida, informal, que creció mientras el resto se estancaba y que requiere un shock de formación de oficios e inclusión laboral. La clave, insistió, es ensanchar la primera, elevar la productividad de la segunda e integrar la tercera, mediante ecosistemas productivos: arreglos institucionales que conecten financiamiento, ciencia y tecnología, infraestructura, logística, regulaciones y cadenas de proveedores, con evaluación rigurosa de resultados. En su sintaxis, no es lo mismo exportar commodities que diseño y tecnología: pasar de grano a alimento, de energía a petroquímica, de cuero a indumentaria de alto valor.
Junowicz, por su parte, desplazó el eje hacia la arquitectura estratégica. No alcanza con una macro “que no estorbe”: sin hoja de ruta explícita, continuidad y presupuestos alineados, las políticas se agotan en eslóganes. Su tesis es nítida: la trayectoria de desarrollo contemporáneo se construye con inserción internacional inteligente —no apertura indiscriminada—, escalamiento en cadenas globales de valor, y una diversificación exportadora que combine la dotación de recursos naturales con el acervo científico-tecnológico local. Allí se juega la productividad: ampliación de mercados, exposición a estándares exigentes, aprendizaje organizacional y adopción tecnológica. El Estado —lejos de la caricatura— debe recuperar su caja de herramientas: facilitar primeras exportaciones, expandir acceso al crédito, vincular pymes con el sistema de CyT, y, sobre todo, coordinar: entre carteras (educación, infraestructura, producción), entre niveles (nación-provincias-municipios) y con el sector privado. Sin capacidad estatal y mecanismos de evaluación, la política industrial deviene en retórica.
El intercambio con la audiencia introdujo dos vectores que tensionan —y enriquecen— el planteo. Primero, la macro: ambos coincidieron en que la estabilización es condición necesaria para destrabar la inversión de largo plazo; pero no es suficiente. Las empresas importan porque es rápido; invertir implica comprometer capital y gestión a diez años bajo reglas previsibles. La tarea pública es alinear incentivos, reducir costos sistémicos (impositivos, logísticos, regulatorios), y anclar expectativas con institucionalidad evaluable. Segundo, la territorialidad: la heterogeneidad no solo es social o sectorial; es geográfica. Las estrategias deben reconocer asimetrías entre provincias y grandes aglomerados, y activar clústeres con gobernanza local, inteligencia comercial y servicios de apoyo a la internacionalización.
La conversación tomó luego la curva tecnológica. La inteligencia artificial deja de ser un fetiche para volverse una palanca de productividad transversal. Junowicz desarmó el mito del “plug & play”: la captura de beneficios exige rediseño de procesos, datos gobernados, capacidades internas y acompañamiento técnico, especialmente para pymes. No subirse a ese tren agranda las brechas entre las tres Argentinas. La política pública, en consecuencia, debe operar como catalizador: formación, extensión tecnológica, estándares, plataformas compartidas y financiamiento de adopción.
En el capítulo de sostenibilidad, el panel desactivó dicotomías. El mundo ya opera bajo la lógica de la transición energética, la trazabilidad y las bajas emisiones: negar ese vector es irrelevante. Argentina está en condiciones de posicionarse como proveedor global de soluciones sostenibles, precisamente por la intersección entre recursos (energía, minería, bioeconomía) y capacidades científicas. Ello no convalida el extractivismo primario, sino que exige eslabonamientos y densificación de cadenas de valor: del litio al conocimiento electroquímico y de procesos; del gas a la química y los fertilizantes; del agro a los alimentos funcionales con I+D.
Quedó también espacio para la política en sentido práctico. Ante la pregunta sobre compatibilidades entre un ideario libertario y un plan estratégico, afloró una conclusión pragmática: los países que crecen combinan mercado con políticas basadas en evidencia, transparencia y evaluación. La macro ordena; la estrategia orienta; la coordinación viabiliza; la innovación propulsa; la productividad sostiene; la inclusión legitima. La ingeniería de la posibilidad, en suma, no es un manifiesto: es una coalición de capacidades.
Venesia cerró con una síntesis que funciona como mandato operativo: transformar el consenso técnico en hoja de ruta compartida y persistente. Es decir, pasar del diagnóstico severo a la gestión de la posibilidad: exportar más y mejor, aprender en el mercado interno, multiplicar la inversión, incubar tecnología, formar talento, reducir brechas y gobernar la diversidad territorial. No hay atajos; sí un camino. Y, como quedó claro en el intercambio, el país tiene —todavía— los activos y la imaginación institucional para recorrerlo.